Introducción: Cuando el mundo se hace pequeño
Hablar de ansiedad no es sencillo. Es una palabra que se ha normalizado tanto que a veces se olvida lo profundamente invalidante que puede llegar a ser. Llevo 18 años conviviendo con ella, desde que me dio mi primer ataque de ansiedad en el coche. Era un día cualquiera, uno de esos en los que nada parece anunciar lo que está por venir. Y, sin embargo, en cuestión de segundos, todo cambió.
Lo que comenzó como un episodio aislado se convirtió en un compañero de vida: el trastorno de ansiedad generalizada y el pánico. En estos años he aprendido muchas cosas, pero sobre todo, he aprendido cómo la ansiedad no solo se siente dentro del cuerpo, sino que construye muros invisibles que delimitan el mundo exterior. A esos muros yo los llamo “zonas de seguridad”. Lugares, rutinas y personas que me hacen sentir que no me voy a romper. Pero que, al mismo tiempo, me encadenan sin querer.
Hoy quiero hablar de esas zonas. De cómo se forman, cómo nos condicionan y de lo difícil, pero no imposible, que es intentar salir de ellas.
El inicio del encierro: El primer ataque de ansiedad
Nunca olvidas tu primer ataque de ansiedad. Yo estaba conduciendo solo, algo que hacía a diario. De repente, sin ningún detonante aparente, sentí que me faltaba el aire. El corazón me latía tan fuerte que pensé que estaba teniendo un infarto. El miedo fue tan visceral, tan físico, que pensé que iba a perder el control del coche. Me tuve que detener en el arcén. Temblando, sudando, sintiendo que me moría.
Pero no morí. Tampoco estaba teniendo un infarto. Lo supe después, cuando llegó el diagnóstico: trastorno de pánico.
A partir de ahí, empezó una etapa de hipervigilancia. Cada vez que me subía al coche solo, estaba esperando que ocurriera otra vez. Y ocurrió. Varias veces. Así que, con el tiempo, decidí no conducir solo. Y más adelante, dejé de conducir directamente. Fue mi primer muro. Mi primera zona de seguridad: solo conducía si iba acompañado, por trayectos cortos y conocidos.
La ansiedad en el transporte público: una jaula sin salida
Después del coche vino el transporte público. Primero el metro. La idea de estar bajo tierra, encerrado, sin salida inmediata, rodeado de gente, sin ventanas abiertas… era insoportable. Cada trayecto era una batalla. Me empezaba a marear, a sudar, y siempre necesitaba estar cerca de la puerta. Iba contando las paradas como si fueran metros hacia la libertad. A veces me bajaba a mitad de camino, simplemente porque sentía que no podía más.
Luego dejé de usar el metro. Pensé que con el autobús sería diferente. Pero no. El tráfico, el calor, el no poder bajarme cuando quisiera, la presión de estar rodeado de personas… todo se volvía un detonante. Llegó un momento en que solo subía si era estrictamente necesario y, por supuesto, siempre con alguien al lado.
Así es como la ansiedad empieza a robarte la libertad. Te dice: “Esto es seguro, esto no”. Y tú, con tal de no volver a sentir ese terror, empiezas a obedecerla.
La construcción de las zonas seguras
No ocurre de un día para otro. Las zonas seguras se van construyendo poco a poco. Cada vez que tienes un ataque de ansiedad en un sitio, tu mente lo marca como “peligroso”. Y, por el contrario, cada vez que logras calmarte en otro, lo archiva como “seguro”. Así, sin darte cuenta, empiezas a restringir tus movimientos, tus planes, tu vida.
Mi casa se convirtió en mi refugio. Mi barrio, en el límite. Los trayectos cortos, en la norma. Salir a más de 20 minutos de mi zona segura requería una planificación casi militar: ¿voy acompañado?, ¿hay paradas cercanas?, ¿podré volver si me siento mal?, ¿hay baños?, ¿hay sombra?, ¿podré sentarme?
Y, si la respuesta era negativa, simplemente no iba.
Las consecuencias invisibles
Lo más duro no es solo dejar de hacer cosas, es lo que eso te hace sentir. Vergüenza. Frustración. Autoexigencia. Culpa.
Empiezas a evitar reuniones sociales porque te da miedo no poder llegar o tener que marcharte a mitad de la cena. Cancelas viajes que te hacen ilusión porque no te atreves a estar lejos de tu casa. Evitas trabajos que requieren desplazarte o hablar en público. Todo empieza a girar en torno a evitar el malestar, pero eso te va apagando poco a poco.
Hay una sensación constante de estar fallando. De estar dejando que el miedo te controle. De no estar “viviendo como deberías”. Y eso duele. Mucho.
La incomprensión de los demás
Uno de los mayores retos es que desde fuera no se ve. A veces, ni siquiera tus personas más cercanas comprenden la magnitud del problema.
Te dicen:
– “Pero si no pasa nada en el metro, ¿por qué no lo coges?”
– “Venga, anímate, sal un rato, te vendrá bien.”
– “No pienses tanto, sal y ya está.”
Y tú quieres gritar. Porque no es una cuestión de actitud, es una lucha interna constante. Una batalla diaria entre la razón y el miedo irracional. Entre lo que sabes que podrías hacer y lo que tu cuerpo te impide. Y duele no poder explicarlo bien. Duele sentirte incomprendido. Duele sentirte solo, aunque estés rodeado de gente.
El miedo a la recaída
Uno de los factores más poderosos que mantienen las zonas seguras es el miedo al miedo. El temor a volver a tener un ataque de pánico. A perder el control en público. A desmayarte en el autobús. A salir solo y no poder volver. A que el mundo se te venga encima y no haya una “salida de emergencia”.
Este miedo es tan fuerte que muchas veces prefieres no intentarlo, aunque quieras. Es un miedo paralizante, que te recuerda con crudeza el último episodio, y que te repite que no podrás soportarlo otra vez.
¿Salir de la zona segura? Sí, pero con estrategia
No todo son sombras. También hay luz. A lo largo de estos años, he aprendido que salir de la zona segura es posible, pero no a lo bruto. No sirve de nada forzarte y sufrir. Se necesita estrategia, paciencia y apoyo.
Aquí comparto algunas cosas que a mí me han ayudado:
1. Exposición gradual
No intentes hacer el viaje más largo si apenas puedes salir al portal. Empieza por lo más pequeño: caminar hasta la esquina, luego hasta la tienda más cercana, después una parada de metro… y así, poco a poco.
2. Crear nuevas zonas seguras
Puedes construir nuevas zonas de seguridad dentro de los espacios que ahora te dan miedo. Por ejemplo, si te da ansiedad el autobús, prueba a subir solo una parada acompañado. Luego intenta solo. Luego dos paradas. El cerebro necesita habituarse.
3. Terapia cognitivo-conductual
Sin duda, ha sido uno de los pilares que más me ha ayudado. Trabajar los pensamientos distorsionados, la anticipación catastrófica y el refuerzo positivo es esencial.
4. Técnicas de regulación emocional
Respiración diafragmática, mindfulness, meditación, anclajes sensoriales… hay muchas herramientas que pueden ayudarte a calmar el cuerpo cuando sientes que se va de control.
5. Acompañamiento emocional
Habla. Explica. Apóyate en quien entienda. No te aísles. Compartir lo que sientes, aunque sea difícil, es parte del proceso de sanación.
Reconocer cada avance como una victoria
Durante mucho tiempo minimicé mis logros. Si un día lograba salir solo, pensaba: “Bueno, pero no fui muy lejos”. Si me subía al bus, decía: “Sí, pero me bajé enseguida”.
Hasta que entendí que cada paso que damos fuera de la zona segura es un triunfo. Es una señal de resistencia. De valentía. De que no nos rendimos.
Vivir con ansiedad, pero no para la ansiedad
Yo no he “superado” la ansiedad. Aún hay días en los que me paraliza. Lugares a los que no puedo ir. Planes que aún no me atrevo a hacer. Pero ya no me culpo como antes. Ya no me escondo. Ya no me avergüenza decir: “No puedo ir, me da ansiedad”.
Estoy aprendiendo a vivir con ansiedad, pero no para la ansiedad. Y eso ya es una gran diferencia.
Conclusión: si estás en tu zona segura, no estás solo
Si estás leyendo esto desde tu casa, si te da miedo salir solo, si evitas el metro, si tu mundo se ha reducido, quiero que sepas que no estás solo.
Sé lo que es mirar el móvil con ansiedad antes de salir. Sé lo que es cancelar un plan por miedo. Sé lo que es sentirte un fraude, un fracaso, un prisionero.
Pero también sé que se puede avanzar. Que cada pequeño paso cuenta. Que dentro de ti hay una fuerza enorme que aún no conoces del todo.
Y que aunque la ansiedad te diga que no puedes… puedes. Con tiempo, con ayuda, con paciencia… puedes.
Si este artículo te ha resonado, te invito a dejar un comentario o compartirlo con alguien que también necesite leerlo. Hablar de ansiedad es romper el silencio que tanto nos duele. Y entre todos, podemos hacer que esas zonas seguras se vayan ampliando, hasta que un día, el mundo entero vuelva a sentirse como casa.
¿Te gustaría que prepare una versión en PDF para descarga, o una guía práctica basada en este contenido? También puedo ayudarte a dividir este artículo en partes para una serie de publicaciones en el blog o redes sociales.







